jueves, 9 de abril de 2009

La pintura novohispana

“Es el caso de la historia del arte el instrumento
más seguro para apreciar el desarrollo de este
seguir nacional, por que los artistas escriben
la historia sin darse cuenta de ello.1

Antecedentes

Partiendo de la cita de Manuel Toussaint, en donde, nos expone que el arte mexicano esta lleno de detalles para la historia, y que aún siguen inexplorados ya que hay muy pocos investigadores que se dediquen al estudio de este, más sin embargo Manuel Toussaint tiene un gran trabajo de lo que es la Pintura de la Nueva España, la cual fue una de las artes que más favoreció a los conquistadores para poder sublevar al pueblo indígena, ya que estos tenían conocimiento de lo que era la pintura mural, aunque no veían a esta como un arte, ni tampoco tenían la idea de la estética, como la de los españoles que posteriormente fueron llegando. Hay que recordar que los primeros que introdujeron la pintura y el grabado a la Nueva España fueron los frailes, los cuales también fungieron como instructores de dichas artes, entre estos primeros instructores destaca el caso de fray Juan de Torquemada, fray Pedro de Gante el cual fundo una escuela cerca de la capilla de San José de los Naturales en México, entre los alumnos que más destacaron está el caso de fray Diego de Valadés, quien después pasaría a ser maestro de dicha institución, los frailes fueron los primeros arquitectos, los que con el afán de proteger y convertir a los indígenas empezar a construir iglesias y conventos que servirían como lienzo para los artistas indígenas y peninsulares, haciendo trabajar a los indígenas los cuales inyectaban con su propia imaginación cada obra que terminaban, ya fuera en la pintura o en la arquitectura, y a esta transformación de lo realizado le llamaban arte Tequiqui ó indo cristiano, como lo llamaría Manuel Toussaint.
El arte Tequiqui, representa el México prehispánico, así fue decorando diversas iglesias, en las cuales se introdujeron elementos totalmente indígenas como el nopal, la serpiente o el jaguar. Estos elementos se vieron plasmados en los edificios o pinturas, hasta que se realizó el Primer Concilio Mexicano en 1555, en la ciudad de México. En el cual se habló, de la pintura en donde se hace mención que los indígenas al no saber pintar, menospreciaban la Fe cristiana, por lo cual se declaro que ningún indígena podría reproducir imágenes sagradas sin estar bajo la supervisión de un veedor, el cual cuidaría que las imágenes tuvieran el contenido apropiado, ya que no se podía pintar por pintar, solo se realizaban obras por pedido, las que frecuentemente eran encargadas por la iglesia la cual tenía una serie de requisitos para las imágenes de santos, las cuales mencionare más adelante.
La pintura como ya mencione líneas arriba tenía un fin, conmover a los indígenas de una manera que no se sintieran agredidos, ni nostálgicos por la conquista, tenía que convencerlos de que en las imágenes que se les mostraban había divinidad, y que ellos tenían que entrar a ese mundo de espiritualidad y oración que la iglesia católica les estaba ofreciendo. Por esta razón la reproducción de la iconografía tenía que estar bien supervisada por la iglesia. “Para que al ser vistas inicien al converso en algunos pasajes bíblicos que ilustran los temas fundamentales del dogma. Los temas sangrientos, como la pasión de Cristo y el martirio de los santos, son utilizados con abundancia para patentizar mediante su simbología el advenimiento de la vida del mundo futuro a través del sacrificio”.2 Y este trabajo lo tenía que hacer gente que supiera en realidad transmitir por medio del pincel las más finas expresiones del ser humano, y es así como a los primeros pintores peninsulares que llegaron a la Nueva España se les empezó a dar trabajo para adornar los templos y conventos más importantes de las provincias. El primer pintor en llegar fue Simón Pereyns, el cual nació en Amberes en 1535.

Simón Pereyns llega a Nueva España con el virrey don Gastón de Peralta, marques de Flandes, y hacen su arribo en San Juan de Úlua, en Veracruz el 17 de septiembre de 1566, para el mes de octubre Pereyns ya estaba trabajando en el Palacio.
Para el año de 1568, se presento ante el Santo Oficio, para auto denunciarse por haber dicho cosas contrarias a la fe católica, todavía no tenía problemas por su trabajo, aunque su suerte cambiaria ya que un integrante de su grupo de pintores lo denunciaría en el año de 1578, el pintor Francisco de Zumaya, así también lo hizo la esposa de este seis años después.
La formación de Pereyns se atribuye que fue en el viejo continente desde su ciudad natal Amberes, pasando por Portugal y Lisboa, aunque sin mucha suerte, por eso se cree su arribo a México, venía en busca de fama y fortuna, esto no quiere decir que Pereyns fue mal pintor ya que su conocimientos eran buenos y así lo hace notar en las técnicas empleadas para su trabajo, así pues me hace pensar que pudo haber conocido bien a los pintores retratistas del Rey Felipe II.
Al llegar a lo que sería su segundo país, no se hicieron esperar los pedidos, de las autoridades civiles y de las católicas.
Por lo que se refiere, a los encargos que le hizo la iglesia eran más que nada pinturas para retablos, lamentablemente se conservan muy pocos trabajos de este pintor, entre los trabajos que se tiene conocimiento en lo que él participó se encuentran un retablo para la iglesia de Tepeaca realizado en colaboración con Francisco de Morales entre los años de 1567-1568; en julio o agosto de 1568 se encargó un retablo para el pueblo de Mixquic, y otro en 1574 para la iglesia franciscana de Tula. También trabajo en las obras de restauración entre 1584-1585, en la Catedral Metropolitana, ahí trabajo con el otro artista peninsular Andrés de la Concha, se les hizo el encargo de hace el retablo principal, con este mismo realizo el retablo de Huejotzingo que se les encargó en el año de 1585 el cual concluyeron el año siguiente, este retablo es de los pocos quedan.

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1 Toussaint, Manuel, México y Cultura, México, 1961, SEC, pág. 85.
2 Ortiz Macedo, Luís, El arte del México Virreinal, México 1972, pág. 26.