viernes, 8 de octubre de 2010

Los magueyales de los Llanos de Apan y del Valle del Mezquital, en el estado de Hidalgo, han producido los mejores pulques desde que se tiene memoria.

Esta bebida, muy apreciada en el imperio mexica, se obtiene de las pencas del maguey cuando la planta está madura. Para ello se le arranca la yema o corazón y sus paredes se raspan hasta lograr una cavidad, de la que, unos días después, manará el aguamiel de las pencas durante un periodo que va de tres a seis meses.
El tlachiquero es el encargado de la extraer el líquido por medio de succión con un acocote, dos o tres veces al día, y de depositarlo en una botija o pellejo (cuero de pulque), o en una castaña, anteriormente hecha de madera y en la actualidad de fibra de vidrio, para después vaciarlo en el tinacal, donde se fermenta. El aguamiel sin fermentar es un delicioso refresco, dulce y transparente. Una vez fermentado se convierte en octli o pulque, bebida embriagante que aún hoy en día se consume en muchos pueblos.

En la época prehispánica únicamente los señores principales o los ancianos, hombres y mujeres retirados ya de la vida activa, podían consumirlo, y a los que iban a ser sacrificados en el templo de Huitzilopochtli se les permitía beberlo hasta embriagarse. También se administraba, ya fuera solo o combinado con diversas yerbas, a los enfermos y a las parturientas, pues se consideraba una eficaz medicina para aliviar los males más variados.

La embriaguez era un delito que se castigaba con severidad. A los infractores por primera vez se les trasquilaba públicamente; a los que reincidían se les derribaba su casa y se les impedía acceder a cualquier oficio honroso, y si no se enmendaban se les condenaba a morir ahorcados, golpeados o apedreados. Sin embargo, en ocasiones especiales, como en las fiestas de los dioses del vino, nos dice fray Bernardino de Sahagún, “no solamente los viejos y viejas bebían vino pulque; pero todos, mozos y mozas, niños y niñas, lo bebían hasta embriagarse”.

Con la conquista, estas sanciones quedaron sin efecto, pero aun cuando las autoridades virreinales hicieron todo lo posible por acabar con el pulque, los intentos fracasaron. Lo más que pudieron hacer fue regular la instalación de pulquerías, de las cuales, por ejemplo, en la ciudad de México podían establecerse hasta 36 para hombres y 12 para mujeres.

Los indígenas continuaron bebiéndolo no únicamente para embriagarse, sino también como complemento alimenticio, sustituto de la carne; efectivamente, hoy sabemos que el pulque contiene proteínas, hidratos de carbono y varias vitaminas. Inclusive, en varias regiones se convirtió en bebida de primera necesidad ante la escasez de agua. La utilidad económica producto del pulque fue incrementándose, y para la época del porfiriato las haciendas pulqueras vivieron su momento de esplendor. El consumo del pulque se generalizó entre la población mestiza y las pulquerías se multiplicaron. Algunos viajeros de la época asentaron que en la ciudad de México había casi una pulquería por calle.

Las pulquerías eran atractivos centros de reunión en donde, al son de la música de guitarra, de arpa y de otros instrumentos, los parroquianos podían bailar, jugar a la rayuela, a los dados y a la baraja española. Los nombres de las pulquerías eran por lo general muy pintorescos: “Las preocupaciones de Baco”, “Las buenas amistades”, “Salsipuedes”, o “El Porvenir”, que al ser clausurada y reabierta se llamó “Los recuerdos del porvenir”, y “El Apache”, que se convirtió en “La hija del apache”. En la calle de Donceles, en la ciudad de México, frente a la Cámara de Diputados, sobrevivió varios años la llamada “El recreo de los de enfrente”, y famosa en Pachuca, en la empinada calle de Doria, se situaba la de “Al pasito pero llego”. Ante la cada vez más abundante concurrencia, era frecuente encontrarse con la inscripción “Vayan entrando, vayan pidiendo, vayan pagando, vayan saliendo”.

Actualmente el cultivo del maguey ha sido sustituido por el de la cebada, que resulta más redituable económicamente, pues se utiliza para la elaboración de cerveza, cuyo consumo se ha generalizado. Muy probablemente, en el futuro ya no existirán las pulquerías, que pasarán a formar parte del colorido anecdotario de nuestra historia.

El maguey una viña del pasado
Además de adornar los campos con su singular belleza, la planta del maguey, cultivada en Hidalgo desde hace siglos, ha sido utilizada para varios fines. De este agave, enquistado en terreno árido y pedregoso, y casi sin agua, se han aprovechado, además del aguamiel y el pulque, las pencas para cubrir, a manera de tejas, las chozas campesinas; sus espinas han servido como agujas o clavos, y con su fibra se tejían las mantas, de diversas calidades, que los indígenas otomíes y mazahuas utilizaban para vestirse o como cobijas; también con ellas solían pagar sus tributos a los emperadores aztecas.

Cada vez más escaso, en la cocina también se ha aprovechado el maguey. Sus pencas se emplean para cubrir la barbacoa durante su cocimiento bajo tierra; su piel o “pellejo” para envolver los mixiotes, y qué decir de los gusanos que en ellos se crían y que son un exquisito bocado de la comida mexicana.

Margarita Sep
http://www.mexicodesconocido.com.mx/el-pulque-la-bebida-de-los-dioses-hidalgo.html

lunes, 23 de agosto de 2010

Origen de la palabra "Puto"

Los putti (plural de putto en italiano) son motivos ornamentales consistentes en figuras de niños, frecuentemente desnudos y alados, en forma de Cupido, querubín o amorcillo.

Son abundantes en el renacimiento y barroco italiano, y forman parte de la recuperación de motivos clásicos típica de la época.

En italiano, la voz "putto" significa "niño". En España destacan las figuras de putto del Peinador de la Reina, en la Alhambra de Granada, obra de Julio de Aquiles, del segundo tercio del siglo XVI.


http://es.wikipedia.org/wiki/Putto

miércoles, 18 de agosto de 2010

Adaptación, originalidad y paliación en el Arte de la Nueva España

Adriana Boggio-Harasymowicz

Adriana Boggio-Harasymowicz es historiadora, egresada
de la UV. Realizó estudios de historia en el Instituto de
Profesores Artigas en Uruguay y en la Universidad de
Lund en Suecia. Ha escrito para La Palabra y el Hombre y
Repertorio, entre otras publicaciones.


El fenómeno de la paliación

Los españoles, siempre que fue posible, trataron de transplantar los modelos religiosos de la metrópoli a América. Eso intentaron hacer con las ceremonias, las construcciones y los objetos del culto. Pero, ante la realidad con la que se encontraron, se vieron obligados a realizar múltiples modificaciones a sus esquemas iniciales y a hacer concesiones para lograr la aceptación y la comprensión de dichos modelos. Aceptación y comprensión que, por mucho tiempo, no dejaron de ser superficiales debido al carácter masivo y urgente de la conversión (se dice que Fray Pedro de Gante llegó a bautizar 14 000 indígenas por día).

Los cambios en lo que respecta a la concepción del mundo y a los esquemas simbólicos suelen producirse muy lentamente, por lo que en el proceso de sustitución de las viejas imágenes por otras nuevas, los misioneros tuvieron que enfrentarse con el problema del sincretismo religioso del que nos habla Fray Bernardino de Sahagún y al que él da el nombre de “paliación”.

Este fraile, que escribió su obra entre 1570 y 1582 proporcionó interesantes datos acerca de ídolos, fuentes, montes y templos, que seguían siendo lugares de culto y peregrinación en su época, a los que la población concurría masivamente llevando ofrendas.

En la Historia general de las cosas de Nueva España, da varios ejemplos de este fenómeno, destacando entre ellos el de la Virgen de Guadalupe: “...y vienen ahora a visitar a esta Tonantzin de muy lejos, tan lejos como de antes, la cual devoción también es sospechosa, porque en todas partes hay muchas iglesias de Nuestra Señora, y no van a ellas, y vienen de lejas tierras a esta Tonantzin, como antiguamente”.

Y agrega: “Bien creo que hay otros muchos lugares en estas Indias donde paliadamente se hace reverencia y ofrenda a los ídolos con disimulación de las fiestas que la Iglesia celebra a Dios y a todos sus Santos, lo cual sería bien investigarse para que la pobre gente fuese desengañada del engaño que ahora padece”.

Sucedía que, en sus intentos por acelerar el proceso de cristianización, eran muchos los frailes que se valían de los puntos de contacto existentes entre el ritual cristiano y el prehispánico y que, para acercarse a los indígenas, permitían diferentes asociaciones de conceptos y divinidades, algunas de las cuales también son mencionadas por Sahagún. Como la de Santa Ana en el monasterio de San Francisco en Tlaxcala que se asociaba con Toci, “nuestra abuela”, “y así la han llamado y la llaman en el púlpito, Toci...” O como la fiesta en honor de San Juan que se realizaba en Tianquizmanalco pero que estaba

paliada debajo del nombre de San Juan Telpochtli como suena por de fuera, pero a honra del Telpochtli antiguo que es Tezcatlipoca, porque San Juan allí ningunos milagros ha hecho ni hay por qué acudir más allí que a ninguna parte donde tiene iglesia. Vienen a esta fi esta el día de hoy, gran cantidad de gente, y de muy lejas tierras, y traen muchas ofrendas...
A esta situación de sustitución y falta de claridad en el plano simbólico espiritual se sumaron, como ya señalábamos, sustituciones en otros planos de la vida religiosa.

El culto adoptó formas semejantes a las de los antiguos rituales. Las ceremonias tenían lugar al aire libre, se siguió recurriendo a cantos, danzas y ofrendas para honrar a la divinidad. En las fechas próximas al día del santo patrono del lugar, en las danzas se mezclaban elementos aportados por los españoles –tales como diablos, moros, cristianos, etc.– con máscaras indígenas y tocados de plumas.

Al mismo tiempo, se buscó impregnar los nuevos objetos de culto de un carácter sagrado que tuviera validez ante los ojos de los indígenas. Para ello, siempre que fue posible, las iglesias se construyeron en el sitio que habían ocupado los templos prehispánicos.

También los materiales de construcción que habían formado parte de dichos templos fueron usados para levantar iglesias, reforzando con ello su carácter divino. Incluso las imágenes religiosas cristianas, muchas veces eran amasadas con el mismo material con que los indígenas acostumbraban amasar sus ídolos, dando lugar a los “cristos de caña”, como el de Xochimilco entre otros, o a conocidas vírgenes como las de Michoacán y Zapopan.

Todas estas circunstancias, estos elementos, que para los frailes del siglo XVI eran motivo de gran preocupación y análisis, hoy podemos considerar que son los que aportan gran parte de su singularidad al arte colonial mexicano.

http://www.uv.mx/lapalabrayelhombre/12/contenido/arte/Ar1/articulo2.html

martes, 20 de julio de 2010

El mecapal


El mecapal
Genial invento prehispánico
*Rubén Morante López

Aunque no se sabe quién lo inventó ni cuándo se inició su uso, el mecapal fue muy utilizado en la época prehispánica para transportar todo tipo de bienes. Además, el mecapal tenía una fuerte carga simbólica y se relacionaba con el entrenamiento para ejercer el sacerdocio o la milicia, con los dioses del comercio, con los cargadores y las prácticas adivinatorias relacionadas con el destino de los pochteca, así como con el sistema matemático, indispensable en toda práctica comercial.

El mecapal o mecapalli consiste en una banda de algodón o de ixtle –fibra del maguey–, sujeta por sus extremos a dos cuerdas que sirven para sostener la carga. La banda protege la cabeza y el cuello, y al mismo tiempo hace que la carga se equilibre y que el peso de ésta se distribuya por todos los músculos del cuerpo del cargador. Vasija que representa a un cargador. Cultura Tumbas de Tiro. Clásico. Colima. Museo de las Culturas de Occidente María Ahumada de Gómez, Colima.
Foto: Rafael Doniz / Raíces



Mesoamérica tenía características fisiográficas que propician la diversidad climática y ecológica. Cada sector de este rompecabezas natural tenía hábitats con productos distintos. Eric Wolf, Christine Niederberger y Bernardo García Martínez, entre otros, han señalado los aspectos simbióticos que se dan entre las tierras altas y las regiones costeras de Mesoamérica. Los pueblos de esta región cultural, durante miles de años y hasta la actualidad, han requerido del intercambio de productos propios del templado altiplano y de la costa tropical.
Al menos desde el periodo Preclásico, hace unos cuatro mil años, se trazaron caminos que servían a los viajeros y a sus mercancías para comunicar un gran territorio. Por allí fluían hombres, bienes e ideas que fueron entrelazando las áreas que conformaron una región con características propias, el espacio geográfico llamado Mesoamérica. Sus habitantes, a diferencia de casi todos los demás pueblos de la tierra, carecieron de bestias de tiro que les ayudaran en el transporte de productos. Los bienes se llevaban preferentemente por agua, ya que ello representaba gran ahorro de energía y mano de obra. Se sabe de embarcaciones de muchos metros de largo que surcaban ríos, lagos y el mar a muchos kilómetros de la costa. Sin embargo, no todas las rutas contaban con vías acuáticas y, conforme aparecen las montañas, los ríos se hacen violentos y dificultan la navegación. Por largos trayectos, los bienes debían ser llevados sobre la espalda del hombre y para ello se diseñó toda una organización comercial, un sistema de transporte y una red de mercados a lo largo de las rutas. A grandes rasgos podemos decir que en Mesoamérica se tuvieron dos tipos de comerciantes: uno que en ocasiones era el mismo productor y que acudía a los mercados cercanos, cargando él mismo sus bienes, y un viajero especializado en el comercio a larga distancia. A los primeros les llamaron tlanamacas los nahuas y ppolom los mayas; a los segundos les llamaron pochteca los nahuas y ah ppolom yoc los mayas. Los pochteca tenían sus propios cargadores o los conseguían en distintas poblaciones a lo largo del camino, ya sea mediante un tributo en trabajo, llamado tequio, o mediante algún tipo de pago.

Usos del mecapal
Pero todo ese sistema comercial requería del instrumento que fue uno de los grandes inventos mesoamericanos: el mecapal o mecapalli, un aparato que consiste en una banda, hecha de algodón o de petate (fibra de ixtle tejida), que va sujeta por sus extremos a dos cuerdas, con las cuales se sostiene el objeto que se carga. La banda se colocaba en la frente del cargador para protegerlo, ya que su cabeza y cuello tenían una doble función: en primer lugar, equilibraban el bulto a partir de la frente y en segundo, distribuían el peso por todo el cuerpo del cargador, a manera de que no hubiera un sólo músculo que no recibiese parte de la carga. El uso del mecapal requiere que el cuerpo se incline hacia adelante, cual si se hiciese una reverencia. El mecapal se usó para cargar todo tipo de bienes y en algunos casos debió ser necesario que el cargador protegiese su espalda con una tilma o manta. Algunos productos eran amarrados directamente al mecapalli, como la leña y las cañas o aquellos que se empacaban en costales, tenates y trojes de madera. Otros requerían del uacalli y el cacaxtli, especie de cajas, enrejados o entarimados de madera que servían para soportar desde animales hasta objetos pequeños y frágiles. Entre los cacaxtli había complejas repisas a las cuales se ataban vasijas, cántaros y tecomates de cerámica, al igual que tenates y jícaras, en los cuales se transportaban líquidos (miel, pulque…), semillas (amaranto y otras) y polvos como los tintes (cochinilla, cinabrio y otros óxidos minerales). Los cacaxtli eran objetos especializados que sólo ciertos pueblos hacían, y tenían tal importancia para el traslado de mercancías, que se constituyeron en sí mismos en objeto de tributo, como lo muestra la página 22 de la Matrícula de Tributos, al igual que el Códice Mendoza, en el que se indica que la provincia de Tepeaca debía tributar a la Triple Alianza, según se escribió allí en caracteres latinos, un tributo consistente en 200 cacaxtles.


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* Maestro en historia y etnohistoria por la ENAH y doctor en antropología por la UNAM. Director del Museo de Antropología de Xalapa de 1997 a 2005. Investigador y catedrático de la Universidad Veracruzana en los programas de geografía e historia. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores.

20 de Julio, 2010

jueves, 15 de julio de 2010

Articulo de la revista Arqueología Mexicana

Las danzas de moros y cristianos y de la conquista





Las danzas de conquista son representaciones que tienen sus orígenes en la danza de moros y cristianos y en la conquista de América, iniciada en 1492. Los personajes contendientes, de un lado y del otro, corresponden a individuos, reales o inventados, que participaron en la conquista o la defensa de los diversos territorios que reclamaba la corona española. Representación del encuentro de Moctezuma y Hernán Cortés. Danzantes en el atrio de la basílica de Guadalupe, ciudad de México, ca. 1935.
Foto: anónimo. © 92796. CONACULTA, inah, sinafo, fn, México


Las danzas de moros y cristianos y de la conquista son expresiones populares que siguen vigentes después de más de 400 años. Aunque han sufrido cambios a lo largo del tiempo, todavía son expresión viva del pueblo que las hizo suyas y forman parte sustancial de sus tradiciones.
Las danzas de moros y cristianos se bailan en la península ibérica desde hace muchos siglos. Si bien muchas expresiones dancísticas acompañadas de música, diálogos, etc., pudieran provenir desde el Neolítico como parte de cultos agrarios, al paso del tiempo se fueron incorporando otras expresiones que tuvieron su origen en diversos acontecimientos históricos, entre los que se encuentran las Cruzadas y los intentos por recuperar Jerusalem, o los enfrentamientos contra los moros que ocuparon más de la mitad sur de lo que hoy es España, cuando los reinos católicos tratan de reconquistar aquellas tierras que estaban en manos sarracenas. Otra vertiente son los cantares de gesta como la Chanson de Roland, que escenifica los combates entre moros y cristianos que culmina con el triunfo de Carlomagno.
Con la conquista de América y como una de las consecuencias de ella, estas danzas con sus variantes tendrán presencia en la Nueva España y en otras posesiones españolas, adaptándose según el lugar y las circunstancias. Es así como, además de las tradicionales danzas de moros y cristianos, se van a dar las danzas de la conquista, en las que los protagonistas serán los indígenas recién conquistados y sus personajes destacados (Moctezuma, Tecun Umán, Atahualpa, etc.), quienes combaten en contra de los cristianos (Hernán Cortés, Pedro de Alvarado y otros). Ejemplos de esto lo vemos en Guatemala, donde se han registrado muchas danzas que atienden al carácter regional en donde se escenifican (Bode, 1961). En Perú y República Dominicana existen referencias de danzas, como la de la prisión y muerte de Atahualpa, en el caso del primero, y la Danza de los Moctezuma, en la segunda (Henríquez Ureña, 1960). De Panamá di a conocer en México, en 1965, la Danza de los Montezumas, que se baila en Los Santos y otras poblaciones (Matos, 1967, 1981). De igual manera, publiqué una danza que se representa en El Salvador que lleva por título La historia de Montizuma, indio mejicano, y Hernán Cortés, español (Matos, 1979, 1981).
Resulta necesario aclarar los nombres con que se denominan estas representaciones. Sobre el particular hay autores que se inclinan a referirse a ellas con el nombre de “moros y cristianos” aduciendo, entre otras cosas, su presencia en España desde siglos atrás (Warman, 1985), en tanto que otros prefieren reunirlas bajo el título de “danzas de la conquista”, con argumentos igualmente interesantes (Jáuregui y Bonfiglio, 1996). Por mi parte, me inclino a considerar bajo el primer nombre a todas aquellas expresiones en las que los contendientes son moros o individuos considerados paganos (Pilatos, por ejemplo), en tanto que los cristianos encarnan en figuras como Santiago, Carlomagno, los Pares de Francia, etc., que se escenifican tanto en la península ibérica como en América. El apelativo de danzas de la conquista lo asigno a todas las representaciones que se adaptaron a partir de la empresa conquistadora iniciada en 1492, en la que los contendientes, de un lado y del otro, corresponden a figuras de individuos, reales o inventados, que participaron en la conquista o defensa de los diversos territorios sujetos a la corona española.

TEXTO COMPLETO EN LA EDICIÓN IMPRESA

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• Eduardo Matos Moctezuma. Maestro en ciencias antropológicas, especializado en arqueología. Fue director del Museo del Templo Mayor, INAH. Miembro de El Colegio Nacional. Profesor emérito del INAH.

miércoles, 7 de abril de 2010

Articulo de la Revista Arqueología Mexicana

La conquista musical de México
Lourdes Turrent

El resultado más notable del trabajo de conversión que los frailes franciscanos llevaron a cabo con los naturales que habitaban la Cuenca de México en el siglo xvi, fue el esplendor del culto. Esplendor que se entendió como sonoridad, ya que en el proceso de evangelización el canto y el brillo de los instrumentos ocupó un lugar central.

En los primeros años de la dominación española, los cantos y sonidos que producían los instrumentos prehispánicos utilizados por los indios en las festividades dedicadas a sus deidades inquietaba a los españoles, quienes afirmaban que cantos y sonido eran idolátricos. Tlapitzalli, flauta tubular. MNA.

¿Qué significa para un estudioso interesado en la música indígena descubrir en las comunidades del México de hoy rastros musicales de la labor de evangelización? Que el trabajo de evangelización afectó y conformó nuevos sectores de la comunidad indígena, para que ellos hicieran posible la práctica sonora: la interpretación de la música, la construcción de instrumentos e incluso la realización de danzas, que se consideraban indispensables para solemnizar las celebraciones del calendario católico. El presente texto está dedicado a describir el proceso de evangelización que hizo posible esa práctica sonora.

Los primeros pasos
Los franciscanos no pudieron conmover a la población en los primeros cinco años de su estancia en nuestro territorio. Llegaron en 1524 a solicitud de Cortés, quien hincó las rodillas en el suelo para darles la bienvenida. De los 12, tres se establecieron en la ciudad de México y otros trabajaron en Texcoco. Sobre la conversión de los indígenas que vivían en el islote, Motolinia escribió: “a pesar de su derrota, los mexicanos andaban muy fríos. Era esta tierra un traslado del infierno; ver los moradores de noche, dar voces unos llamando al demonio, otros borrachos, otros cantando y bailando. Tañían atabales, bocinas, cornetas y caracoles grandes, en especial en las fiestas de sus demonios”. Y continúa explicando:

Aunque en lo público no se hacían los sacrificios acostumbrados en que solían matar hombres, en lo secreto, por los cerros y lugares escondidos y apartados, y también de noche en los templos de los demonios que aún todavía estaban de pie [los frailes se habían encargado de que fueran destruidos], no dejaban de hacer sacrificios; y los diabólicos templos se estaban servidos y guardados con sus ceremonias antiguas y aun en confirmación de esto los mismos religiosos a veces oían de noche la grita de los bailes, cantares y borracheras en que andaban.

Eran entonces el canto, la música y la danza, formas en que los antiguos mexicanos expresaban su religiosidad. Y los frailes las escuchaban y veían. Pero no podían hacer nada para mudarlas y aprovecharlas para su propósito. Así que empezaron por acercarse a los niños. Jugando con ellos empezaron a aprender las lenguas de los pueblos. Poco a poco los convencieron de vigilar a sus padres y de que los denunciaran si hacían fiesta o ceremonia. Los pequeños aceptaron y llegaron a recorrer las rutas de los mercaderes; aun se atrevieron, en Tlaxcala, a apedrear a un sacerdote indígena. Las crónicas franciscanas afirman: “Y lo planeado tuvo algo de éxito porque los adultos morían de asombro, ya que no podían poner las manos en los niños y estaban espantados de tanto atrevimiento”.
Sin embargo, sabemos por Motolinia que la población al ver eso respondió menos al llamado. Por eso los religiosos intentaron “mil modos y maneras” para atraer a los naturales “en conocimiento de un solo Dios verdadero”. Viendo que en ellos todo era cantar y bailar, comenzaron entonces a reunir en los atrios de los conventos a los pequeños para enseñarles oraciones, cantando en “un tono muy llano y gracioso”. Los frailes pusieron música a las oraciones más conocidas: “Padre Nuestro”, “Ave María”, “Salve”.
Pedro de Gante se dio cuenta del gusto con que los indígenas hacían todo eso y decidió organizar para ellos grandes fiestas a partir de la Navidad de 1529. Incluso les regaló “libreas para bailar, porque así lo usaban”. Ese mismo año, en Pascua “convidó a todos los principales de toda la tierra a veinte leguas alrededor de [la ciudad de] México” a una gran celebración con canto y danza. Cada provincia tuvo un lugar en el atrio del viejo convento franciscano de la capital del virreinato y colocó una tienda “a donde se recogían”. Y fue entonces cuando los indígenas escucharon por primera vez melodías de la Iglesia occidental: “tanto de canto llano como de canto de órgano” (canto gregoriano y polifonía).
La respuesta de la comunidad indígena fue entusiasta. Empezaron a acudir a los templos, en donde se reunían “a deprender la doctrina” y a entonarla. Los franciscanos empezaron a soñar, entonces, con la posibilidad de revivir la primera Iglesia cristiana y formar “en los nuevos reinos” un clero indígena modelo.


Los primeros frailes evangelizadores fundaron colegios –como los de Santa Cruz de Tlatelolco y San José de los Naturales– en donde los hijos de la antigua nobleza mexica fueron educados en el canto, entre otras artes. Indios cantando. Códice Florentino, lib. X, f. 19r. digitalización: Raíces

Las escuelas anexas a los monasterios
Por eso los franciscanos le pidieron “a los señores y principales que junto a sus monasterios edificasen un aposento bajo en que oviese una pieza muy grande donde se enseñasen y educasen los hijos de los mismos principales”. Los hijos de nobles y principales se educarían con ellos, en los conventos; los descendientes de los plebeyos, en el patio de la iglesia, donde continuarían aprendiendo la doctrina por medio de cantos.
Los frailes quisieron que estas escuelas fueran seminarios. “Los enseñaron, a los hijos de principales, a levantarse a media noche [a cantar los nocturnos], y en la mañana a decir los maitines de Nuestra Señora [a cantar los oficios divinos matutinos, como todo ministro de la Iglesia estaba obligado a hacer] y luego de mañana las horas y aún les enseñaron en la noche a azotarse”. Obtuvieron mucho éxito, y por eso los frailes permitieron que los jóvenes educados por ellos empezaran a desempeñar los distintos oficios que requería la vida del monasterio: “de los que sabían leer y escribir se seleccionaron algunos para cantores de la iglesia, otros aprendían la confesión y ceremonias de ayudar a la misa para servir de sacristanes. También solían ser porteros y hortelanos”. Para 1560, año en que los franciscanos enviaron a petición del rey un informe sobre su labor, se preciaron de haber formado un grupo de naturales con conocimientos musicales, nuevas costumbres y expectativas que definitivamente se habían acercado a la verdadera religión.

El esplendor del culto
Gracias al papel que los indígenas de-sempeñaron en los conventos pudieron conservar formas rituales propias: procesiones, danzas y el uso de atavíos. Perdieron sus melodías originales, así como los textos de los cantos, porque adoptaron los instrumentos melódicos occidentales y cantaban oraciones o plegarias propias de la Iglesia. Pero las acomodaron a formas rítmicas de su tradición gracias al uso del huéhuetl, el teponaztli y diversas percusiones. Poco a poco se convirtieron en profesionales: además de cantar, “comenzaron a pautar y apuntar canto de llano como canto de órgano y de ambos cantos hicieron muy buenos libros y salterios [libros de coro] de letra muy gruesa para los coros de los frailes”. Los indígenas “llegaron a escribir villancicos” y a tocar diversos instrumentos de uso en el viejo continente, que aprendieron a construir de ministriles llegados de España.
En los templos estaban organizados en capillas: grupos de cantores y ministriles que se hallaban bajo la dirección de un maestro de capilla, responsable de la música durante las celebraciones litúrgicas. “Estos cantores –dice Torquemada–, entre los que había muy diestros, se iban remudando cada año en el oficio de maestros y capitanes. Por cada capilla había cinco o seis, aunque podía haber más porque había muchos: formaron buenos conjuntos de contrabajos, altos, tenores y tiples” (las voces necesarias para interpretar música polifónica). Mendieta escribió: “puedo afirmar que [en la república de indios] no hay pueblo de cien vecinos que no tenga cantores que oficien las misas y vísperas en canto de órgano con sus instrumentos de música”.

La comunidad indígena y la música
El esplendor del culto seguramente se hubiera ido apagando si los religiosos no hubieran desarrollado su trabajo de evangelización con los adultos. En 1560, los franciscanos informaron al rey que algunos de los frailes habían instituido cofradías entre los indígenas, “con el fin de acrecentar la devoción a determinada imagen, asegurar su provisión de cera o disponer de gente para recibir el Santísimo Sacramento, oír misa, asegurar la asistencia a las fiestas, etc.” Estas congregaciones, que también aseguraban previsión social a sus allegados, eran un medio eficaz de control porque funcionaban con base en ordenanzas en las que se especificaban las obligaciones de sus miembros y los castigos por incumplimiento. Al principio supervisadas de manera cercana por los religiosos y por las autoridades, ya que debían establecerse con ciertas ordenanzas para que se adecuaran a los requerimientos del derecho de Nueva España, poco a poco las congregaciones se separaron de los conventos e iniciaron una vida propia, en gran medida autónoma, lo que les permitió seguir operando a lo largo de casi tres siglos de virreinato.
Algo similar sucedió con los músicos constructores de instrumentos y los gremios. Los frailes alentaron a los indígenas para que de los ministriles españoles aprendieran a construir instrumentos. Pronto empezaron a usar, nos cuenta Mendieta: “flautas, luego chirimías, después orlos [oboe rústico de casi dos metros de largo] y tras ellos vihuelas de arco, cornetas y bajones”. Les interesó que los naturales aprendieran a tocar la flauta porque con ésta se acompañaba el canto en los templos: se “usaban para oficiar y tocar en armonía”, explica Mendieta.
Por esto, la decisión tomada desde el Primer Concilio Provincial Mexicano de que “se viera” que los indígenas suplantaran en las iglesias sus instrumentos por órganos, no se llevó a cabo durante la evangelización. Tampoco en los siguientes años: tenían un costo muy elevado y necesitaban de artífices experimentados. Pero la libertad con que los ministriles españoles se manejaban para construir y vender sus instrumentos, enseñó a los indígenas a hacerlo. Pronto los constructores de instrumentos prescindieron de la supervisión de los religiosos. El gremio de violeros, poco importante dentro del mundo del trabajo, no necesitaba siquiera de los ministriles venidos de la península. Los músicos indígenas acostumbraron heredar a sus familiares su oficio: la construcción de los instrumentos, su interpretación y el ceremonial que debía seguirse para participar en las fiestas religiosas de la comunidad. Por este camino, las cofradías y los músicos de la república de indios continuaron participando en las celebraciones religiosas.

Los cantores y el cabildo
Para 1586, fecha del Tercer Concilio Provincial Mexicano, era claro para la corona, el clero secular y también para los mendicantes que su proyecto de formar un clero indígena modelo no era viable en los virreinatos de ultramar. El levantamiento del cacique don Carlos de Texcoco, educado por los franciscanos, sirvió de pretexto desde 1539 para dejar de alentar tanto al Colegio de San José de los Naturales, donde se habían formado pintores, escultores, talladores etc., como al Imperial Colegio de Indios de Santiago Tlatelolco, cuyos exalumnos debían ser latinistas. Esto hizo que las autoridades de Nueva España buscaran resultados de la evangelización en hechos concretos, y por ello continuaron impulsando la participación de la comunidad indígena en las fiestas del calendario litúrgico a través de la danza y la música.
Debido a que los naturales entrarían a la Iglesia como ministros sólo por excepción, los cantores, que ya en 1560 tenían a su cargo las ceremonias, empezaron a de-sempeñarse como responsables de un oficio en los conventos. Recibían una paga por su trabajo y estaban exentos de tributo. Continuaron supervisando el funcionamiento de las escuelas, que sólo operaban de día “porque los muchachos se iban a dormir a sus casas”. Los cantores decían las horas canónicas e inclusive celebraban misa en seco (sin consagrar). El cura de “Güegüetoca” hacía saber a sus superiores en 1560, que en los pueblos de visita en donde no había un convento:

…el maestro de capilla o cantor principal tenía cargo de que todos los niños y niñas fuera cada día a deprender la doctrina porque ansí les era mandado, y él y los cantores decían las Horas de Nuestra Señora cada día. Y cuando había alguna fiesta se decían las víspera de tal día con toda devoción y hacían tañer a la noche por las ánimas del purgatorio para que rezaran, y [de] los demás que no podían venir a misa tenía cargo el alguacil de la iglesia de hacerlos juntar en ella y que dijeran la doctrina.

Poco a poco los cantores empezaron a trabajar con los tequitlatos (encargados del orden) y los tlapixques (indios de confianza). Su trabajo coincidió con el éxito que obtuvo la empresa de reunir en pueblos a los naturales y de imponerles como forma de gobierno un cabildo. Miranda explica: “el pueblo señoría gobernado por su cacique o señor se transformó en el pueblo consejo –o sujeto a persona– gobernado por un organismo colectivo emanado de él, llamado cabildo o ayuntamiento”.
Los miembros del cabildo eran elegidos por votación. Destacaban entre sus miembros: los gobernadores (problemas de gobierno), alcaldes ordinarios (labores judiciales), regidores (administración, ornato, limpieza y regulación de mercados), alguaciles mayores (policía), mayordomos (economía). Había otros miembros, según el número de habitantes y la importancia del pueblo: alguaciles especiales (encargados del tianguis), capitanes o mandones (organizadores del servicio personal). Como una de las actividades centrales de la vida de la comunidad eran las ceremonias religiosas y la conmemoración del patrono del lugar, también formaron parte del cabildo los músicos y cantores, encargados de la iglesia y de las fiestas.
La importancia de la música y la danza en la república de indios se conservó en las comunidades indígenas de la Nueva España. Fue una práctica que el gobierno español nunca prohibió porque la fiesta indígena, en el contexto de la arquitectura virreinal, fue la manera en que se comprobó que el trabajo de evangelización había tenido éxito después de 1560.


En las fachadas de varios edificios religiosos de la Cuenca de México se colocaron esculturas de ángeles ejecutando instrumentos musicales europeos. Fachada de la Iglesia de Acolman, estado de México.

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• Lourdes Turrent Díaz. Licenciada en sociología (FCPYS), fagotista (Escuela Vida y Movimiento) y candidata a doctorado (FFyL, UNAM). Especialista en sociología e historia de la música en Nueva España. Académica del proyecto Musicat (IIE, UNAM), y del seminario “Formación política de México” (Colmex). Investigadora del Centro de Arte Mexicano.